Cuenta la leyenda que en los montes cercanos al cerro Calfuquir -allende el Chubut- vivía el abominable simio Das Neves, que andaba siempre en penumbras para atacar a los desprotegidos corderitos, cuando no a sus pastores.
Quienes juraban haberlo visto en las frías noches patagónicas, relataban que estaba cubierto de pelos como un gigantesco gorila que caminando semierguido sobre sus dos enormes patas, balanceaba grotescamente su pequeño cráneo, lo que -a veces por horror y otras por compasivo asombro- paralizaba a los desprevenidos, ofreciéndole la situación ideal para que los atacase. Además, todavía narran que esas toscas desproporciones le habían valido el mote de “pies grandes y seso ínfimo”.
Como bien dice el saber popular: “al animal se lo conoce por la pisada”. Al Yeti Das Neves también. Aún sin verlo, por la profundidad de las huellas, los especialistas deducían que su peso oscilaba en los 180 Kgs. Un bicho grande, por cierto.
Hubo infinidad de teorías sincrónicas sobre el extraño ser. Algunos lugareños decían que se alimentaba básicamente de frutos pero que, en sus incursiones por los valles, también solía abalanzarse sobre animales y hasta personas. Otros, llegaron a sostener que habían recogido pelos del monstruo para analizar, pero que no se pudo identificar la especie por cadena genética. Asimismo, mientras había quienes conjeturaban que se trataría de un espécimen híbrido entre oso y mono, los darwinianos afirmaban que era un primate más evolucionado que el resto, casi como el hipotético -y perdurable aunque infructuosamente buscado- eslabón perdido, lo que daba mayor trascendencia a los investigadores chubutenses. Por supuesto que también estaban los desconfiados que sostenían que era toda una leyenda para atraer al turismo, aunque contradictoriamente porque -como es de suponer- los turistas ni se acercaban al cerro Calfuquir.
Pero hete aquí, mi buen señor o mi buena señora o lo que seas o creas ser, que hace unas noches -la del 20 de marzo último, precisamente- el misterio se develó. El abominable Yeti Das Neves se vio forzado por el pueblo del Chubut a salir a la luz y a exponerse tal cual es.
Al fin de cuentas, el abominable simio, si bien tiene aliento de oso y posturas eminentemente goriláceas, no era tal cosa: es un cristiano que se disfrazaba de bestia para infundir temor en los mansos y crédulos labriegos. Ya, tiempo antes, los lugareños más recelosos murmuraban temerosos sus sospechas: que el aterrador monstruo no era otro que el autocrático Lord Mario, agregando Mario Netista por el despótico influjo que ejercía sobre sus súbditos para montar la tragicomedia del Yeti.
Y así resultó. Como suponían los más suspicaces observadores, todo el anti-merchandising sostenido empeñosamente por la prebendaría casta del execrable mandamás y sus lacayos, lo único que intentaba promover era el espanto del turismo, de tal modo de seguir dominando la región haciendo y deshaciendo en la aldea patagónica sin ningún tipo de intervención foránea ni comprometedores controles extraños. Dudo que el camuflado pelele lo haya leído, pero don Nicolás Maquiavelo sugirió oportunamente a Lorenzo de Médici: “El príncipe debe ser amado pero temido a la vez. En tiempos de crisis… el pueblo puede olvidarse del amor, pero el temor siempre lo perseguirá”.
Y, como suele suceder en las fábulas con moraleja, este mito del Yeti Das Neves terminó derrumbándose: tiene pies grandes, pero patas cortas. Patas tan cortas como la mentira. Tranco tan despreciable como el fraude. Vuelo tan bajo y rapaz como la lechuza.
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